28 Enero 2020 — Escrito por Sepehr Behrooz
Hace 250 años, la industria artesana comenzó a perder la batalla con la incipiente industria mecanizada. En los últimos 50 años, el hermetismo nacional ha ido dando paso a la multiculturalidad y la globalización social. Tanto en uno como en el otro caso, quedan restos de lo antiguo, pero insignificantes ante la pujanza del progreso.
¿No podría ser que esta pandemia nos estuviese augurando cambios radicales de los que aún somos inconscientes; cambios inevitables que nos estamos empeñando en ignorar o, lo que sería peor, evitar?
Así rezaba la nota que publiqué en una red social hace algunas semanas. Ahora, me gustaría profundizar en las ideas que subyacen a este planteamiento. Repasemos la perspectiva histórica que proporciona el contexto necesario.
La humanidad —en el sentido de la suma de todos los individuos que viven en el planeta— comenzó con las primeras unidades familiares, que fueron estrechando lazos y constituyeron tribus y aldeas. A lo largo de los siglos fueron apareciendo, sucesivamente, organizaciones sociales cada vez más amplias y complejas, en entornos sociogeográficos crecientes pero siempre regionales: ciudades estado, naciones, estados soberanos.
Seguramente en el siglo XIX, podríamos decir que fue surgiendo la noción de humanidad, no en el mero sentido aditivo señalado más arriba, sino como un extenso conjunto social, cultural, político y económico interrelacionado. En cualquier caso, estamos hablando de un proceso que lleva varios siglos desde que comienza a manifestarse hasta que se consolida universalmente.
A lo largo de este recorrido, han ido surgiendo avances, cambios, inventos, etc., que, o bien alimentados por el proceso de globalización, o bien reforzándolo ellos mismos, han ido eliminando usos largamente establecidos y generando cambios tan imprevistos como irreversibles. Así, cuando en el siglo XVIII surgió la primera revolución industrial, cuya consecuencia más palpable fue el declive paulatino de los talleres artesanales en favor de las fábricas. Pero, además de ésta, hubo otras muchas consecuencias, como las económicas, sociales y demográficas, por citar sólo algunas de ellas.
En paralelo a esos avances, aparecieron las señales de resistencia ante el cambio de un modelo socioeconómico que comenzaba a agonizar. El ejemplo destacado se produjo en los años 1811-1816, cuando en medio de las protestas por la pérdida de puestos de trabajo artesanos, se quemaron decenas de telares mecanizados en Reino Unido.
Ahora, con la ventaja de dos siglos de progreso, vemos cómo esos cambios, que en su momento pudieron leerse como pasajeros o circunstanciales, marginales en su alcance e impacto, en realidad abrieron la puerta de una transformación social y económica desconocida hasta entonces.
Los entornos sociogeográficos fueron creciendo hasta que, fundamentalmente a finales del siglo XIX, la soberanía nacional alcanzó su nivel más alto. El colonialismo fue, en cierto modo, el pistoletazo de salida de lo que hoy conocemos como globalización. Cuando diversas naciones estado extendieron su área de influencia —y explotación— a territorios de diversos continentes.
Entre otros motivos, fueron los choques de esos intereses los que prendieron la mecha de la primera guerra mundial. Lo que sí es más indudable es que el final de esa conflagración supuso el comienzo de un proceso —vivo aún hoy, un siglo después— encaminado a encorsetar las consecuencias del desbordamiento de la soberanía nacional.
Desde entonces, vivimos un conflicto permanente entre las pasiones soberanistas, reaccionarios frente a la pérdida del poder absoluto nacional, y el imparable empuje globalizador, que va arrasando cualquier resistencia como un poderoso torrente colina abajo. Y, si bien pudiera parecer que, a lomos del populismo político, el nacionalismo está recobrando terreno, no hay nada más lejos de la realidad.
Desde el pan (harina) y el arroz, alimentos básicos del planeta; a los automóviles y teléfonos móviles, estandartes del progreso económico; pasando por otros tipos de bienes (la banca, el fútbol, la televisión, la literatura), todo lo que usamos viaja miles de kilómetros cada día para satisfacer las necesidades de un consumismo planetario.
¿Quién, hace tan sólo cincuenta o sesenta años, hubiese imaginado semejante integración e interdependencia social de mercados? Porque una cosa son los sueños que impulsaron, por ejemplo, el mercado común europeo, y otra distinta, bastante más precaria y realista, los mecanismos que lo pusieron en marcha.
En cualquier caso, ambos ejemplos, al igual que otros muchos a lo largo de la historia, ponen de relieve que, en momentos determinados, pueblos y naciones se han enfrentado a coyunturas extraordinarias que han cambiado el curso de su desarrollo, a pesar de que muchos agoreros y la población en general dudaban o directamente se oponían a tal proceso de transformación.
Lo que nos lleva a retomar la pregunta: ¿No podría ser que esta pandemia nos estuviese augurando cambios radicales de los que aún somos inconscientes; cambios inevitables que nos estamos empeñando en ignorar o, lo que sería peor, evitar?
¿Qué tienen en común estos ejemplos? La profundidad de la transformación a largo plazo, el alcance de los cambios en todos los ámbitos de la vida y, particularmente, la incapacidad del ser humano de prever sus implicaciones. Esto, unido a la tendencia natural mayoritaria de resistencia al cambio, es lo que vemos hoy día en esa obstinación por la «vuelta a la normalidad».
Con esto, yo no quiero certificar —no soy quién para ello— que estemos ante una nueva revolución, pero sí abrir una ventana ante unas circunstancias que, bien miradas, no resultan tan disparatadas. Más de un millón de fallecidos y un año de vida normal perdido en todo el planeta, desde luego no pueden dejarse de lado.
El modelo de vida occidental, que a través de múltiples mecanismos se predica y propaga al mundo entero, tiene múltiples facetas. Pero, si observamos las tendencias de los últimos cincuenta años, vemos que nos lleva a consumir cada vez más bienes y servicios, y a estar cada vez más vacíos de valores y creencias fundamentales.
El relativismo moral y la impregnación de la ideología política en casi todos los aspectos de la vida constituyen una seña de identidad del «desarrollo» socioeconómico de los pueblos. Podríamos equipararlo a una cadena de montaje: una cinta transportadora nos lleva de un punto de recarga al siguiente, sin tiempo para reflexionar, sin necesidad de pensar. Y cuando el proceso se interrumpe (una cinta alabeada, un punto de recarga defectuoso, etc.), la prioridad es recomponerlo de inmediato para continuar produciendo a toda velocidad.
Algo parecido es lo que vemos estos días. A toda costa, debemos regresar a la vida tal como era antes de la pandemia: seguir (por supuesto) con nuestros trabajos, y seguir también con las salidas a tomar cañas y tapas, con los viajes a la playa o la montaña, con los niños en sus colegios, los aeropuertos llenos, los centros comerciales a rebosar… despertar un día como si todo esto hubiese sido una mera pesadilla y no tuviésemos nada que reflexionar, nada que aprender, nada que cambiar.
Pero, ¿y si dentro de otros cincuenta años, al volver la mirada atrás, nuestros descendientes se sonrieran ante la ingenuidad de esta generación que trató de luchar contra la llegada de una nueva etapa del desarrollo humano? ¿No es con esa misma condescendencia histórica con la que miramos nosotros a quienes se opusieron a las máquinas de vapor, y a quienes trataron de oponerse a un mundo interconectado e interdependiente?
Ahora, con la ventaja de esta reflexión sobre nuestro pasado desde la atalaya del siglo XIX, tal vez podamos —debamos— mirar hacia el futuro y contemplar la posibilidad de estar embarcados en un nuevo proceso transformador; o, quizá mejor expresado, en una nueva etapa de un proceso universal que está llevando a la humanidad hacia una unidad orgánica insospechada hasta ahora.
Los aspectos menores de ese proceso serían aquellos que han salido a relucir en discusiones y debates diversos acerca de los efectos de la actual pandemia: jornadas laborales más cortas, apuesta decidida por el teletrabajo, movimiento de población desde las grandes urbes hacia áreas menos densas, menor consumo de artículos esencialmente innecesarios, menos desplazamientos largos y mayor presencia local, nuevos modelos de entretenimiento menos masificados; y así, otras muchas ideas.
Sin embargo, revestiría mayor interés explorar los aspectos más profundos de esa potencial transformación que nos estaría envolviendo. Es más, no haríamos sino aplicar un cierto enfoque científico, como harían, por ejemplo, los físicos: intuir una nueva realidad, teorizarlo, plantear experimentos y comprobarlo.
Me encató el artículo Sepher Behrooz.
No queremos ser conscientes que estamos iniciando una nueva etapa un cambio histórico en el progreso de la humanidad.
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