Lo que la humanidad puede aprender del Japón de posguerra
Karlos Alastruey
Cineasta y Profesor Titular de la Universidad Pública de Navarra
El ganador del premio Pulitzer, John W. Dower, es el autor de Embracing defeat (Abrazar la derrota), un impresionante libro sobre Japón tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Las lecciones que Dower extrae de la traumática experiencia de la sociedad japonesa en los años inmediatamente posteriores a la capitulación del Emperador y la asunción de que el país que habían imaginado invencible estaba, de hecho, completamente derrotado, no son peculiares de Japón. La gran virtud de la obra de Dower consiste en ofrecer aprendizajes sobre la naturaleza humana que van más allá de lo meramente anecdótico o de la retórica nacional.
Se ha afirmado reiteradamente que los ataques atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki adelantaron en mucho la capitulación de Japón y el final de la guerra. Pero si se estudia objetivamente la situación material y sociológica del país en los meses anteriores a los citados ataques, desapasionadamente podría afirmarse que Japón poco más era capaz de soportar antes de llegar al total colapso económico y social.
El general Douglas MacArthur fue nombrado Comandante Supremo de las fuerzas aliadas que ocuparon Japón tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Dichas fuerzas estaban compuestas por un contingente de 250.000 soldados, en su inmensa mayoría estadounidenses. A pesar de la agenda de democratización «desde arriba» que crearon los administradores estadounidenses, uno de los aspectos más perniciosos de la ocupación fue que los pueblos asiáticos que más habían sufrido los despiadados ataques del Japón imperial (chinos, coreanos, indonesios y filipinos) no tuvieron ningún papel relevante ni influencia en el país derrotado.
No es posible establecer un paralelismo con la situación por la que pasó Alemania en esa misma época. Para los vencedores, la ocupación de una Alemania derrotada no contaba con nada del exotismo que representaba Japón. Se trataba de que hombres blancos que se veían involucrados en una misión cristiana ejercieran el control total sobre una sociedad pagana, oriental. El otrora poderosísimo enemigo japonés resultaba ahora miniaturizado y, en palabras de Dower, «el pueblo conquistado no era sino una sombra marginal en el nuevo escenario global».
Por su parte, los perdedores de la guerra deseaban a toda costa olvidar el pasado y trascenderlo. Hay muchas cosas que podemos aprender del mundo si lo observamos a través de los ojos de los derrotados. Pero comenzar de nuevo suponía no solo reconstruir edificios, sino sobre todo pensar desde cero en qué consisten el bienestar y una sociedad en progreso.
Por ciertas razones, la administración estadounidense decidió mantener al Emperador en el trono y desvincularlo de las responsabilidades por los desastres y atrocidades causados por Japón en la guerra. Según Dower, al hacer esto, Estados Unidos estuvo cerca de convertir toda la cuestión de las responsabilidades de guerra en una broma. «Si el hombre en cuyo nombre el Japón imperial había llevado a cabo una política exterior y militar durante veinte años no era responsable del inicio o del comportamiento durante la guerra, ¿por qué el público debería considerar tales asuntos, ni pensar siquiera sobre su propia responsabilidad personal?»
Las condiciones que sufrió la sociedad japonesa tras la guerra fueron terribles y desastrosas. Para la historia queda el caso de un juez que se vio forzado a enviar a una pobre mujer a la cárcel por comprar alimentos en el mercado negro (procedimiento completamente generalizado entre la población japonesa para evitar morir de hambre —y especialmente entre las mismas élites que severamente lo prohibían—). Dicho juez anunció a su esposa que nunca más comería comida adquirida en el mercado negro, pues no podía vivir con semejante contradicción. El juez falleció de hambre al cabo de un tiempo, para horror de su esposa y amigos. Ciertamente es en tales situaciones extremas cuando se revela con más nitidez la esencia de las cosas. Miles de episodios y situaciones como esta coincidieron en el tiempo con el abandono por una gran mayoría de japoneses de una década y media de intenso adoctrinamiento militarista. Todo esto ofrece lecciones sobre los límites de la socialización y fragilidad de las ideologías, y eso es algo que el siglo XX ha atestiguado en numerosos lugares ante el colapso de los regímenes totalitarios.
Es ciertamente muy instructivo aprender cómo durante los años de posguerra, ni los conceptos ni los debates ni el peso de la memoria histórica en la lucha por salir adelante eran exclusivos de Japón, sino que suponen aprendizajes sobre la identidad y las capacidades humanas. En el Japón de posguerra, dar a las expresiones del lenguaje común un nuevo significado fue una de las formas en que se racionalizó y se legitimó un cambio sustancial. Pero eso es precisamente lo que sucede en cualquier sociedad al límite, enfrentada a grandes desafíos. Según concluye Dower, hay una maravillosa clase de expresiones de resiliencia, creatividad e idealismo que solo es posible encontrar entre gente que ha visto destruirse un viejo mundo y se ve forzada a imaginar uno nuevo.